lunes, 11 de diciembre de 2006

Decálogo del populismo

Decálogo del populismo iberoamericano



El populismo en Iberoamérica ha adoptado una desconcertante amalgama de
posturas ideológicas. Izquierdas y derechas podrían reivindicar para sí la
paternidad del populismo, todas al conjuro de la palabra mágica: "pueblo".
Populista quintaesencial fue el general Juan Domingo Perón, quien había
atestiguado directamente el ascenso del fascismo italiano y admiraba a
Mussolini al grado de querer "erigirle un monumento en cada esquina".
Populista posmoderno es el comandante Hugo Chávez, quien venera a Castro
hasta buscar convertir a Venezuela en una colonia experimental del "nuevo
socialismo". Los extremos se tocan, son cara y cruz de un mismo fenómeno
político cuya caracterización, por tanto, no debe intentarse por la vía de
su contenido ideológico, sino de su funcionamiento. Propongo 10 rasgos
específicos.

1) El populismo exalta al líder carismático. No hay populismo sin la figura
del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los
problemas del pueblo. "La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la
guerra o del gran demagogo", recuerda Max Weber, "no ocurre porque lo mande
la costumbre o la norma legal, sino porque los hombres creen en él. Y él
mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, 'vive para su
obra'. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el
discipulado, el séquito, el partido".

2) El populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella. La
palabra es el vehículo específico de su carisma. El populista se siente el
intérprete supremo de la verdad general y también la agencia de noticias del
pueblo. Habla con el público de manera constante, atiza sus pasiones,
"alumbra el camino", y hace todo ello sin limitaciones ni intermediarios.
Weber apunta que el caudillaje político surge primero en los Estado-ciudad
del Mediterráneo en la figura del "demagogo". Aristóteles (Política, V)
sostiene que la demagogia es la causa principal de "las revoluciones en las
democracias" y advierte una convergencia entre el poder militar y el poder
de la retórica que parece una prefiguración de Perón y Chávez: "En los
tiempos antiguos, cuando el demagogo era también general, la democracia se
transformaba en tiranía; la mayoría de los antiguos tiranos fueron
demagogos". Más tarde se desarrolló la habilidad retórica y llegó la hora de
los demagogos puros: "Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben
hablar". Hace veinticinco siglos esa distorsión de la verdad pública (tan
lejana a la democracia como la sofística de la filosofía) se desplegaba en
el Ágora real; en el siglo XX lo hace en el Ágora virtual de las ondas
sonoras y visuales: de Mussolini (y de Goebbels) Perón aprendió la
importancia política de la radio, que Evita y él utilizarían para hipnotizar
a las masas. Chávez, por su parte, ha superado a su mentor Castro en
utilizar hasta el paroxismo la oratoria televisiva.

3) El populismo fabrica la verdad. Los populistas llevan hasta sus últimas
consecuencias el proverbio latino "Vox populi, Vox dei". Pero como Dios no
se manifiesta todos los días y el pueblo no tiene una sola voz, el gobierno
"popular" interpreta la voz del pueblo, eleva esa versión al rango de verdad
oficial, y sueña con decretar la verdad única. Como es natural, los
populistas abominan de la libertad de expresión. Confunden la crítica con la
enemistad militante, por eso buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla.
En la Argentina peronista, los diarios oficiales y nacionalistas -incluido
un órgano nazi- contaban con generosas franquicias, pero la prensa libre
estuvo a un paso de desaparecer. La situación venezolana, con la "ley
mordaza" pendiendo como una espada sobre la libertad de expresión, apunta en
el mismo sentido: terminará aplastándola.

4) El populista utiliza de modo discrecional los fondos públicos. No tiene
paciencia con las sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su
patrimonio privado que puede utilizar para enriquecerse y/o para embarcarse
en proyectos que considere importantes o gloriosos, sin tomar en cuenta los
costos. El populista tiene un concepto mágico de la economía: para él, todo
gasto es inversión. La ignorancia o incomprensión de los gobiernos
populistas en materia económica se ha traducido en desastres descomunales de
los que los países tardan decenios en recobrarse.

5) El populista reparte directamente la riqueza. Lo cual no es criticable en
sí mismo (sobre todo en países pobres hay argumentos sumamente serios para
repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas
burocracias estatales y previniendo efectos inflacionarios), pero el
populista no reparte gratis: focaliza su ayuda, la cobra en obediencia.

"¡Ustedes tienen el deber de pedir!", exclamaba Evita a sus beneficiarios.

Se creó así una idea ficticia de la realidad económica y se entronizó una
mentalidad becaria. Y al final, ¿quién pagaba la cuenta? No la propia Evita
(que cobró sus servicios con creces y resguardó en Suiza sus cuentas
multimillonarias), sino las reservas acumuladas en décadas, los propios
obreros con sus donaciones "voluntarias" y, sobre todo, la posteridad
endeudada, devorada por la inflación. En cuanto a Venezuela (cuyo caudillo
parte y reparte los beneficios del petróleo), hasta las estadísticas
oficiales admiten que la pobreza se ha incrementado, pero la improductividad
del asistencialismo (tal como Chávez lo practica) sólo se sentirá en el
futuro, cuando los precios se desplomen o el régimen lleve hasta sus últimas
consecuencias su designio dictatorial.

6) El populista alienta el odio de clases. "Las revoluciones en las
democracias", explica Aristóteles, citando "multitud de casos", "son
causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos". El contenido de
esa "intemperancia" fue el odio contra los ricos: "Unas veces por su
política de delaciones... y otras atacándolos como clase (los demagogos)
concitan contra ellos al pueblo". Los populistas latinoamericanos
corresponden a la definición clásica, con un matiz: hostigan a "los ricos"
(a quienes acusan a menudo de ser "antinacionales"), pero atraen a los
"empresarios patrióticos" que apoyan al régimen. El populista no busca por
fuerza abolir el mercado: supedita a sus agentes y los manipula a su favor.

7) El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales. El populismo
apela, organiza, enardece a las masas. La plaza pública es un teatro donde
aparece "Su Majestad El Pueblo" para demostrar su fuerza y escuchar las
invectivas contra "los malos" de dentro y fuera. "El pueblo", claro, no es
la suma de voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por
un Parlamento; ni siquiera la encarnación de la "voluntad general" de
Rousseau, sino una masa selectiva y vociferante que caracterizó otro clásico
(Marx, no Carlos, sino Groucho): "El poder para los que gritan el poder para
el pueblo".

8) El populismo fustiga por sistema al "enemigo exterior". Inmune a la
crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos
expiatorios para los fracasos, el régimen populista (más nacionalista que
patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera.
La Argentina peronista reavivó las viejas (y explicables) pasiones
antiestadounidenses que hervían en Iberoamérica desde la guerra del 98, pero
Castro convirtió esa pasión en la esencia de su régimen, un triste régimen
definido por lo que odia, no por lo que ama, aspira o logra. Por su parte,
Chávez ha llevado la retórica antiestadounidense a expresiones de bajeza que
aun Castro consideraría (tal vez) de mal gusto. Al mismo tiempo hace
representar en las calles de Caracas simulacros de defensa contra una
invasión que sólo existe en su imaginación, pero que un sector importante de
la población venezolana (adversa, en general, al modelo cubano) termina por
creer.

9) El populismo desprecia el orden legal. Hay en la cultura política
iberoamericana un apego atávico a la "ley natural" y una desconfianza a las
leyes hechas por el hombre. Por eso, una vez en el poder (como Chávez) el
caudillo tiende a apoderarse del Congreso e inducir la "justicia directa"
("popular, bolivariana"), remedo de Fuenteovejuna que, para los efectos
prácticos, es la justicia que el propio líder decreta. Hoy por hoy, el
Congreso y la Judicatura son un apéndice de Chávez, igual que en Argentina
lo eran de Perón y Evita, quienes suprimieron la inmunidad parlamentaria y
depuraron, a su conveniencia, al Poder Judicial.

10) El populismo mina, domina y, en último término, domestica o cancela las
instituciones de la democracia liberal. El populismo abomina de los límites
a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la
"voluntad popular". En el límite de su carrera, Evita buscó la candidatura a
la vicepresidencia de la República. Perón se negó a apoyarla. De haber
sobrevivido, ¿es impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su
marido? No por casualidad, en sus aciagos tiempos de actriz radiofónica,
había representado a Catalina la Grande. En cuanto a Chávez, ha declarado
que su horizonte mínimo es el año 2020.

¿Por qué renace una y otra vez en Iberoamérica la mala yerba del populismo?
Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En primer lugar,
porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de "soberanía popular"
que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en los dominios
españoles y que tuvo una influencia decisiva en las guerras de Independencia
desde Buenos Aires hasta México. El populismo tiene, por añadidura, una
naturaleza perversamente "moderada" o "provisional": no termina por ser
plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la
engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca,
posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la
verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.

Para calibrar los peligros que se ciernen sobre la región, los líderes
iberoamericanos y sus contrapartes españolas, reunidos todos en Salamanca,
harían muy bien en releer a Aristóteles, nuestro contemporáneo. Desde los
griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX, la lección es
clara: el inevitable efecto de la demagogia es "subvertir a la democracia".

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